viernes, 22 de febrero de 2008

III

Soy un cítrico: la noche me rasca la garganta cada vez que trago y el dolor es una especie de recordatorio, (como un lazo anudado en el dedo índice nos recuerda que hay que llamar a Sebastián o una equis bolibic, en el dorso de la mano, que sería menester pasar por la lavandería a recoger el chaquetón negro), como las ojeras que obvié al echarme agua fría en la cara antes de salir o el ligero malestar intestinal o un fondo de arrepentimiento y culpa que nace en algún lugar de la nuca y presiona y palpita: fotografías de una noche en el exilio. Soy un pomelo que ha amanecido de la bolsa un poco blando y se aparta a un lado del frutero porque no se sabe si dará buen zumo y mientras haya pomelos tersos, perfumados, recién desarbolados, ¿quién necesita un pomelo mollar, alimonado -por el color un poco y por la falta de formas- y cabizbajo? Genial, ahora te pasas a las metáforas frutales, estás guapa, Lucía.

El metro es un escondite soberbio para quien huye de la noche y de sus responsabilidades pastosas -debería haber avisado a mi madre y dejado una nota al salir: ahora se estarán despertando, en sendas casas sin mí, y en una me echarán de menos mientras en la otra tal vez aún no (mi olor en las sábanas todavía, unos cuantos pelos en el lavabo, el carmín en el borde de la última copa); mi madre habrá abierto la ventana del balcón de mi cuarto por costumbre, para ventilar innecesariamente la estancia y mitigar el olor a tabaco, mientras en la otra se aferrarán a esa densa bruma luky strike con Adolfo Domínguez; ambos besarán el aire de mi ausencia, maternal y preocupadamente uno, y el otro aún no sé con qué intenciones besatorias, prefiero ignorarlo hasta que no lo sepa yo misma y no lo sabré pronto: me cuesta pensar en términos cesatorios y César está aún muy presente como para esparcir las cenizas de lo nuestro por entre los árboles del Retiro; pero a mi madre tengo que llamarla no bien salga a la calle. El metro es un escondite soberbio para quien no quiere enfrentarse al teléfono después de una noche de farra. Al hilo de esto he recordado algo que pensaba anoche mientras sentía vibrar el móvil en el bolso y el otro tipo -aún es temprano para usar su nombre que sin embargo recuerdo, no tanto su cara, parecía guapo- intentaba meterse en mis bragas sin darnos tiempo a salir del ascensor: es mucho más fácil ignorar una llamada entrante si tienes el móvil en modo vibración que si suena, el tono es una especie de acusación, un toque de atención sobre la crueldad y la indiferencia con la que estoy tratando a César, a mamá, que estuvieron media noche llamándome sin fortuna ni tono: primero obvié sus vibraciones y luego no asistí a sus silencios.

Podría verme desde fuera en los ojos de cualquier metroandante y no sería tan trágico ni tan terminal lo que viera: sé que exagero cuando me siento acabada, cuando me digo que ojalá las escaleras de Ópera me vomitaran en otra ciudad, Nueva York, tal vez, por sus insistencias cinematográficas y sus querencias woodyallenianas. Si me viera en los de ese tipo de aspecto trasnochado que finge leer mientras me desnuda, vería quizá un lacito de niña buena y dulce y apocada sin que eso contradijera el sabor a ceniceros o el aliento a Johnny Walker que yo me veo aún sin mirarme. Debería haber dejado una nota amarilla, unas pocas palabras sobre lo bien que lo he pasado esta noche, no cuesta mucho mentir horizontalmente y el tipo se esmeró por encima de la media. Debería haber llamado a mi madre aduciendo una noche de películas y confidencias en casa de Silvia, tampoco es demasiado esforzada la mentira vertical y así se hubiera ido a la cama tranquila. Estoy harta de este vaivén y quedan dos paradas todavía: si tan solo Nueva York...

miércoles, 20 de febrero de 2008

II


La complicada tarea de quererte recomienza a las seis cada mañana, se abraza a la almohada huyendo del despertador y busca un minuto más de tregua entre las sábanas antes de irse a la ducha. Es sencillo cuando me amagas un beso asomando la cabeza desde el sueño y, como si me buscaras, apartas telarañas con las manos y frunces el ceño al comprobar que tu beso se queda sin apoyo y que mi cuerpo se arrastra con arrítmica parsimonia hasta el baño. Es sencillo cuando decides que necesito un zumo para enfrentarme al mundo y te sorprendo, tras la ducha, en la cocina, inclinada sobre el frutero, destripando una naranja con un cuchillo gigantesco, aún medio dormida y con uno de los tirantes del camisón deslizándose brazo abajo e invitándome a aparcar el día. Es sencillo cuando, justo antes de cerrar la puerta de casa, te lo piensas mejor y te lanzas en mis brazos, con un salto prodigioso, empotrándome contra el ascensor, llevándote por delante mi maletín que a duras penas sí soporta el encontronazo sin abrirse. Pero todo se vuelve imposible en cuanto salgo del edificio y el frío me devuelve a la cruda realidad ganadera: mi vida es un engaño.


Lejos de ti, tengo que coger el metro y dos autobuses para llegar a Leganés, a Cárnicas Legazpi, el matadero donde trabajo desde hace seis años. Y mientras yo me desplazo incómodamente hacia el sur de Madrid, tú me crees en un apacible taxi medio atascado en algún lugar cerca del centro, repasando los balances del mes de enero. La diferencia de criterio geográfico se debe a que llegó un momento en el que me diste a escoger entre el matadero y tú -harta, al parecer, del insoportable olor que llevaba a casa impregnado en los dedos y en las camisas y en el ánimo- y no fui capaz a decidirme: está claro que no puedo vivir sin ti, pero no me gustan los cambios y me dan miedo las sorpresas y no soy decidido ni valiente, no confío en mis posibilidades, ni en mis ansias de superación, ni en mis instintos. Hubo broncas, disgustos, peleas, breves reconciliaciones, una larga y tediosa labor de zapa -por tu parte- y poca historia: ambos sabíamos que antes o después cedería y te haría caso.


Durante un par de meses me familiaricé con las páginas en sepia de los periódicos dominicales e incluso hice un par de entrevistas imaginarias. Al final me salió una falsa oferta en firme de una empresa papelera: el puesto, de comercial, no valía gran cosa, pero el sueldo era similar (más un doce por ciento de comisión por ventas) y tú parecías encantada. Así que, desde entonces, he cambiado el chándal por los trajes de raya diplomática y el bocata de chorizo de pamplona por doce euros para comer el menú del día en cualquier sitio (ahora nos lo podemos permitir, cariño, con lo que nos ahorramos en detergente). Incluso le inventé un nombre coqueto a la par que resultón, Papeleras Caducifolias: nos deshojamos para que usted pueda contarlo.

Creo que la gente del metro se huele algo, noto cierto recelo por las mañanas, alguna mirada de reojo: el africano de los cajones con relojes sospecha, seguro, y no sé si algún otro también. El caso es que me bajo una parada antes de Atocha, paso por la lavandería, recojo mi ropa de faena y termino en los baños de la estación donde me cambio como un vulgar superman de lo cárnico. A la vuelta repito el trayecto, inversamente, sumándole además una breve visita al gimnasio para pegarme un buen baño de desinfección y devorolor. Total, que entre la lavandería, el menú, el gimnasio y lo que gasto en rotuladores y libretas (me gusta llegar a casa con algún regalo como sacado de la empresa, un nuevo tipo de folios en promoción o la goma definitiva contra la tinta de bolígrafo), estoy que no llego a fin de mes. Necesito confesar pero necesito más no perderte: no me gustan los cambios, qué le vamos a hacer.

martes, 19 de febrero de 2008

I


Desconozco los orígenes del mal aunque manejo remedios no-siempre-medicinales para taparlo y ocultarlo (es invencible, eso lo aprendí hace mucho tiempo, pero se puede disimular, cuando no mitigar). Me gusta esa cabecera en forma de titular: los orígenes del mal, me otorga cierta pompa y algún fasto, me hace sentir como si alguien, para biografiarme, estuviera poniendo del revés el calcetín de mi existencia, destripando mis interioridades, sacando a la luz mis entresijos más secretos: seré famoso cuando muera y la gente querrá saber, siempre se quiere saber a posteriori, cuando nada ya tiene remedio; o tal vez no me estén biografiando, qué tontería pensar eso, y en lugar de novela frugal mi vida esté destinada a ser ensayo científico, quizá mi caso sirva para diagnosticar mejor a otros pacientes futuros, -no le deseo este mal de origen desconocido a nadie, ni siquiera a futuros pacientes sin rostro a los que, por el contrario, me encanta ayudar desinteresada, indirecta y cómodamente en su futuro por el mero hecho de ser yo en mi presente -, y así están en tela de juicio, y bajo supervisión controlada, mi conducta y mi excesivo apego a las cosas amarillas y mis enamoramientos súbitos y desgarradores en el metro y mis sueños turbulentos: eso explicaría, en parte, esta sensación de acoso ocular que tengo por las tardes, como si desde todas las esquinas de Madrid me vigilaran: cada gabardina es sospechosa, cada maceta, cada farola. Aprovecho que me vigilan para acentuar dramáticamente mis ademanes, para fingir sombreros con los que me destoco ante cualquier bella dama en el parque o en un paso de cebra, para creerme decimonónico como si viviera en una de Pérez Galdós, para prenderme claveles en la solapa -me encantan las flores- y hacer gárgaras con miel y limón, antes de salir de casa, por si los gallos.


Me gusta el metro porque hay mucha gente que lee mientras viaja (yo mismo llevo un libro cuando bajo al metro, aunque a mí me sirve más de escondite facial y de escudo, me parapeto detrás de la página 74 de la primera novela que pille en la pequeña biblioteca de mi madre y los observo, soy una cámara oculta detrás de un libro. Me gusta aplicar las técnicas narrativocinematográficas que conozco en mis grabaciones visuales en el metro: dependiendo del protagonista que escoja lo mismo me atrevo con un contrapicado a lo Ciudadano Kane que le atizo un travelling al vagón entero para darle sensación de profundidad, de que trato con algo vivo: paso por delante del tipo trajeado con maletín samsonite, de la señora de mediana edad con una mochila roja que viene del gimnasio, de los hiphoperos adolescentes de ancho pantalón con cintura rotular y gorra a juego, de la niña de zapatos de charol y calcetines de perlé que me susurra: redrum, redrum -vale, esto último no es cierto, a la niña la he sacado de El resplandor, pero es mi película y hago con la verosimilitud lo que me apetece-. Sin embargo, los días malos, en los que ni la pastilla verde puede ayudarme, me da la sensación de que la gente que me rodea no está allí o de que no tienen nada que ver con mi historia, son solo brazos y sombras y voces menguadas bajo la mía en off, personajes terciarios, comparsas, bultos, mero relleno). Me encanta que la gente lea en el metro y a veces, si estoy de buen humor, practico con ellos un juego divertidísimo, -yo lo llamo juego aunque mi terapeuta, el doctor Pevarelo, lo llama obsesión-, que consiste en averiguar lo que están leyendo antes de que se bajen en Acacias o en Puerta de Toledo; si llegan a su parada y aún no lo he conseguido, me bajo detrás de ellos y los persigo hasta donde haga falta.


Mi vida es la ficción y no me resulta extraño despertarme en mitad de la noche, con unas ingobernables ganas de comer tarta de queso, y empezar a pensar que soy de cartón-piedra, un decorado, que formo parte de la habitación de un rodaje y que no puedo moverme porque están filmando interiores y tomando fotografías: si me moviera entonces quizá estropeara día y medio de duro trabajo fílmico así que me quedo quieto, respirando apenas, buscando con la mirada al director de fotografía al que sin embargo no distingo, se esconde más allá de las tibias tinieblas en las que la luz de mi ordenador tiene sumido el recinto, clic. Después de varias horas de tensa espera el amanecer termina con la sesión fotográfica y ya puedo levantarme a comer tarta de queso: voy hasta la nevera y la encuentro llena de post-it: son recomendaciones y recordatorios, una especie de notas al pie en el libro que es mi vida, de mi puño y letra casi todas aunque, en esos días sin pastilla verde, puedo imitar a la perfección la letra de mi madre para poder creer que sigue viva y que es ella la que me cuida y recuerda y recomienda: baja la basura antes de las 20 horas, no te tires en el sofá a ver la tele sin haber cenado primero, como no recojas tu cuarto y tiendas la colada no hay postre, la chica de las medias grises que lee a Murakami se sube en Alonso Martínez y se baja en La Latina, los martes lleva una bolsa con una especie de fiambrera que huele a lentejas, hoy es martes, me gustaría que se llamara Lucía.