martes, 19 de febrero de 2008

I


Desconozco los orígenes del mal aunque manejo remedios no-siempre-medicinales para taparlo y ocultarlo (es invencible, eso lo aprendí hace mucho tiempo, pero se puede disimular, cuando no mitigar). Me gusta esa cabecera en forma de titular: los orígenes del mal, me otorga cierta pompa y algún fasto, me hace sentir como si alguien, para biografiarme, estuviera poniendo del revés el calcetín de mi existencia, destripando mis interioridades, sacando a la luz mis entresijos más secretos: seré famoso cuando muera y la gente querrá saber, siempre se quiere saber a posteriori, cuando nada ya tiene remedio; o tal vez no me estén biografiando, qué tontería pensar eso, y en lugar de novela frugal mi vida esté destinada a ser ensayo científico, quizá mi caso sirva para diagnosticar mejor a otros pacientes futuros, -no le deseo este mal de origen desconocido a nadie, ni siquiera a futuros pacientes sin rostro a los que, por el contrario, me encanta ayudar desinteresada, indirecta y cómodamente en su futuro por el mero hecho de ser yo en mi presente -, y así están en tela de juicio, y bajo supervisión controlada, mi conducta y mi excesivo apego a las cosas amarillas y mis enamoramientos súbitos y desgarradores en el metro y mis sueños turbulentos: eso explicaría, en parte, esta sensación de acoso ocular que tengo por las tardes, como si desde todas las esquinas de Madrid me vigilaran: cada gabardina es sospechosa, cada maceta, cada farola. Aprovecho que me vigilan para acentuar dramáticamente mis ademanes, para fingir sombreros con los que me destoco ante cualquier bella dama en el parque o en un paso de cebra, para creerme decimonónico como si viviera en una de Pérez Galdós, para prenderme claveles en la solapa -me encantan las flores- y hacer gárgaras con miel y limón, antes de salir de casa, por si los gallos.


Me gusta el metro porque hay mucha gente que lee mientras viaja (yo mismo llevo un libro cuando bajo al metro, aunque a mí me sirve más de escondite facial y de escudo, me parapeto detrás de la página 74 de la primera novela que pille en la pequeña biblioteca de mi madre y los observo, soy una cámara oculta detrás de un libro. Me gusta aplicar las técnicas narrativocinematográficas que conozco en mis grabaciones visuales en el metro: dependiendo del protagonista que escoja lo mismo me atrevo con un contrapicado a lo Ciudadano Kane que le atizo un travelling al vagón entero para darle sensación de profundidad, de que trato con algo vivo: paso por delante del tipo trajeado con maletín samsonite, de la señora de mediana edad con una mochila roja que viene del gimnasio, de los hiphoperos adolescentes de ancho pantalón con cintura rotular y gorra a juego, de la niña de zapatos de charol y calcetines de perlé que me susurra: redrum, redrum -vale, esto último no es cierto, a la niña la he sacado de El resplandor, pero es mi película y hago con la verosimilitud lo que me apetece-. Sin embargo, los días malos, en los que ni la pastilla verde puede ayudarme, me da la sensación de que la gente que me rodea no está allí o de que no tienen nada que ver con mi historia, son solo brazos y sombras y voces menguadas bajo la mía en off, personajes terciarios, comparsas, bultos, mero relleno). Me encanta que la gente lea en el metro y a veces, si estoy de buen humor, practico con ellos un juego divertidísimo, -yo lo llamo juego aunque mi terapeuta, el doctor Pevarelo, lo llama obsesión-, que consiste en averiguar lo que están leyendo antes de que se bajen en Acacias o en Puerta de Toledo; si llegan a su parada y aún no lo he conseguido, me bajo detrás de ellos y los persigo hasta donde haga falta.


Mi vida es la ficción y no me resulta extraño despertarme en mitad de la noche, con unas ingobernables ganas de comer tarta de queso, y empezar a pensar que soy de cartón-piedra, un decorado, que formo parte de la habitación de un rodaje y que no puedo moverme porque están filmando interiores y tomando fotografías: si me moviera entonces quizá estropeara día y medio de duro trabajo fílmico así que me quedo quieto, respirando apenas, buscando con la mirada al director de fotografía al que sin embargo no distingo, se esconde más allá de las tibias tinieblas en las que la luz de mi ordenador tiene sumido el recinto, clic. Después de varias horas de tensa espera el amanecer termina con la sesión fotográfica y ya puedo levantarme a comer tarta de queso: voy hasta la nevera y la encuentro llena de post-it: son recomendaciones y recordatorios, una especie de notas al pie en el libro que es mi vida, de mi puño y letra casi todas aunque, en esos días sin pastilla verde, puedo imitar a la perfección la letra de mi madre para poder creer que sigue viva y que es ella la que me cuida y recuerda y recomienda: baja la basura antes de las 20 horas, no te tires en el sofá a ver la tele sin haber cenado primero, como no recojas tu cuarto y tiendas la colada no hay postre, la chica de las medias grises que lee a Murakami se sube en Alonso Martínez y se baja en La Latina, los martes lleva una bolsa con una especie de fiambrera que huele a lentejas, hoy es martes, me gustaría que se llamara Lucía.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Felicidades por el estreno; es realmente prometedor... Aunque pareces desnudar muy rápido a este personaje, seguro que nos depara giros inesperados.
Eso sí, me atrevería a anticipar algo: a pesar de las notitas desde el más allá que le deja su madre, no bajará jamás la basura a su hora (salió a su papá)
Más felicitaciones y ánimos. Te sigo de cerca. S.

P.D: El doctor Pevarelo vive!!